Palas Atenea
El sol, cálido manto sobre la tierra de Libia, veía cómo las olas del Egeo, con estruendo ancestral, golpeaban las rocas húmedas de la costa. Del ponto salino nacía un aura que envolvía a las guerreras.
Atenea con mirada acerada penetraba los ojos de Palas, su amiga, compañera de espada y rival, danzaban ambas en círculo, rodeandose como dos fieras a punto de enfrentarse, con aliento contenido, como de quien ansía probar su valía, en sus manos portaban hierro forjado de las entrañas de Gea y escudos, semilunas de bronce que reflejaban la luz del astro rey.
No era la primera vez que sus destinos se enlazaban en la arena del combate, encuentros que, con cada repetición, encendían una llama más salvaje en sus espíritus, Pero tras la fiereza del choque se había forjado en sus corazones una danza de valía y amistad.
Desde las orillas pétreas, Zeus, el señor del Olimpo, y Tritón, el dios de las profundidades marinas, contemplaban la danza guerrera de sus linajes. Atenea, la predilecta de Zeus, cuyo valor igualaba la furia de Ares, medía su destreza contra Palas. Ella, hija de Tritón y sangre de Poseidón, también forjada en la fragua del combate, se enfrentaba a Atenea en aquel círculo rocoso que evocaba una arena primigenia.
Aún eran retoños divinos, sí, pero en sus corazones juveniles ardía la ferocidad de las titánides liberadas. Su lid amistosa era un crisol donde se templaba su poder, un preludio de las batallas que moldearían su inmortalidad.
Con la velocidad del rayo que emanan las nubes Atenea se abalanzó sobre Palas con lanza en picada buscando el primer encuentro, más Palas ágil como la sombra que burla el sol, danzó a un lado, eludiendo el abrazo de la muerte.
La respuesta de Palas fue fugaz, su lanza buscó el costado vulnerable de Atenea, pero la hija de Zeus con la presteza de un halcón en caída, alzó su escudo, un astro de bronce interceptando la furia enemiga con eco estruendoso que rivalizaba con el chocar de las olas.
El tiempo apremiaba y las lanzas danzaban, acero contra acero, los escudos, firmamentos de bronce, desviaban la furia de cada embate en un repique metálico. Se movían cual torbellinos de guerra, buscando la brecha, el golpe certero en la armadura divina.
Ninguna cedía terreno, la voluntad grabada en sus ojos brillantes. Más los minutos de furia cobraron su precio; el aliento se quebraba en jadeos, el sudor salpicado por la brisa salina bañaba sus cuerpos exhaustos, en ese ir y venir Palas cerró los ojos, un instante fugaz, buscando en la calma del mar la esencia de su poder, sintió el abrazo salino del Egeo, la cuna de su fuerza, al abrirlos, una energía ancestral recorrió sus venas, impulsando su brazo al lanzar la lanza con ímpetu titánico, Atenea alzó su égida, pero la fuerza del golpe fue un vendaval, destrozando su defensa y arrojándola hacia atrás, derribada sobre la dura roca.
Palas, con la euforia del instante ganado, corrió a recuperar su lanza caída, la tierra temblaba bajo sus pies veloces, se lanzó al aire, la punta de acero descendió como un rayo sobre Atenea indefensa, pero Zeus, con el corazón de padre temiendo la caída de su linaje, arrojó la égida, el escudo de piel de gorgona, forjado en las entrañas ígneas de Hefesto, interceptó el golpe mortal con una resistencia inquebrantable, desviando la trayectoria fatal. Palas, aún suspendida en el aire, cayó sobre la lanza de Atenea, que, firme como un destino cruel, atravesó su cuerpo en un instante de silencio y dolor.
Atenea, aún aturdida por la confusión del instante fatal, dejó que la lanza resbalara de sus dedos, liberando el cuerpo inerte de Palas a la tierra, al contemplar el rostro exánime de su amiga, casi hermana de batallas, un sollozo quebró el silencio, desatando un torrente de lágrimas divinas.
Tritón, testigo del destino cruel, corrió hacia su hija, la tomó entre sus poderosos brazos, su rostro marino contra el pálido semblante y un grito desgarrador brotó de sus entrañas, un lamento oceánico que enfureció aún más el bramido del Egeo. Zeus observó desde la distancia y una sombra de pesar se reflejaba en su rostro.
Desde aquel día teñido de pérdida, Atenea ciñó la égida como armadura eterna, su superficie bruñida recordando la fragilidad de la vida y honrando a su amiga entrañable tomó el nombre de Palas, un susurro constante en su memoria, su rival eterna que en el fragor del combate había tejido lazos inquebrantables.