Psique y Cupido
Una belleza fatal

Venus, emergida de la espuma salina del Egeo, cuya hermosura tejía velos de asombro desde las cumbres olímpicas hasta los confines donde las estrellas susurran secretos, sintió un ardiente fuego recorrer sus venas divinas. La causa: la aparición de una joven mortal en las tierras de Anatolia, su piel, un pétalo de aurora acariciado por la luz; sus mejillas, donde el rubor naciente pintaba suaves promesas; sus ojos, un azul profundo y cristalino que elevaba al cosmos; sus labios, promesa de dulzura y pasión. Las líneas suaves de su cintura florecían en curvas delicadas, y sus senos, como capullos a punto de estallar, eran el eco firme de su juventud en plenitud.
Aquella bella doncella era Psique, la princesa menor de Anatolia, la más joven de sus tres hermanas, irradiaba una belleza que osaba rivalizar con la diosa del amor.
Venus sintiendo el fulgor de su propia magnificencia eclipsado por este nuevo astro, buscó a su hijo, Cupido, aquel cuyo arco certero enlazaba destinos con flechas de deseo y con una encomienda teñida de fatalidad, le ordenó herir el corazón de Psique, para que su amor se entregara al ser más ruin y deforme que yaciera en la tierra, pero Cupido, al contemplar la etérea belleza de Psique, quedó prendido en la dulce prisión del amor, su mano tembló al tensar su arco, y su voluntad se rindió ante la imposibilidad de cometer tal sacrilegio.
El rey de Anatolia, con el alma lacerada por la ausencia de un amor para su hija Psique, se rindió a la voz del oráculo de Mileto. Su mandato, frío y distante como la cumbre de una montaña, sentenció el abandono de la princesa en aquel páramo helado, donde un ser misterioso la tomaría por esposa.
Pero el destino, a menudo más sutil de lo que parece, tejió una intervención inesperada, pues Céfiro, el aliento cálido del oeste, sintiendo la injusticia, acudió como un suspiro divino, envolvió a Psique en un sueño ligero y la transportó, cual hoja llevada por la brisa, hasta las puertas de un fastuoso palacio.
Un ciego amorío
Con la calidez de los rayos dorados que despuntaba el sol, los párpados de Psique se alzaron revelando un mundo de asombro, se encontraba a la entrada de colosales pilares de mármol que abrazaban un fastuoso palacio, oro fundido y plata lunar adornaban los suaves líneas y ángulos de aquella vasta morada, irradiando un brillo celestial. Atraída por el eco melodioso de voces invisibles Psique cruzó el umbral donde musas ocultas ofrecieron sus humildes servicios, atendiendo cada anhelo de la doncella, más los minutos apremiaron y en el ocaso del astro rey Psique fue conducida a su lecho, un santuario donde los brazos de Morfeo prometían olvido y ensueño, al abandonarse en el lecho las suaves sábanas de seda la envolvieron como una nube tenue y el techo se convirtió en la vasta bóveda celeste, un universo de estrellas cubriendola.
Entonces, desde la negrura infinita del cosmos, una sombra alada descendió, posándose con suavidad sobre su lecho, yaciendo con ella, poniendo sus finos labios en cada parte de su divina y terrenal figura, trazando así un viaje desde los confines de sus pies la conexión con la tierra hasta el rojo carmesí de sus suaves labios que lo elevaron más allá del cosmos.
Así fue que soles y lunas atravesaron el firmamento y cada noche este ser alado embelesado con la belleza de Psique regresaba a su lecho donde ambos danzaban en placer bajo una noche estrellada y al despuntar el alba este extraño emprendía el vuelo manteniendo su identidad en las sombras.
Más, sin embargo, la nostalgia, como una sombra larga, se extendió en el corazón de Psique, pues una noche compartió con su amado el anhelo profundo de reunirse con sus hermanas, voces familiares de un tiempo lejano. Él, cediendo a su ruego, no pudo ocultar una premonición sombría, advirtiéndole que la envidia, cual hiedra venenosa, podría estrangular la felicidad que ahora florecía en su vida.
Con la aurora pintando el cielo de suaves colores, Céfiro, el viento del oeste, espíritu gentil, transportó a las hermanas hasta el palacio de Psique, la visión de la fastuosa morada, con su brillo opulento, encendió en ellas una llama oscura de envidia y con preguntas insistentes, veladas tras una máscara de interés, inquirieron sobre la naturaleza de su esposo, Psique, prisionera de un secreto que velaba la oscuridad, titubeó, urdiendo historias engañosas hasta que finalmente, la verdad, cruda y desnuda, escapó de sus labios: desconocía el rostro de su amado.
Como aves de rapiña al acecho, sus hermanas tejieron una trama de persuasión. La convencieron, con palabras dulces pero venenosas, de encender una lámpara en el silencio profundo de la noche y desvelar el rostro oculto de su esposo, insinuando que sólo una criatura monstruosa se ocultaría de la luz del día.
Así, con la curiosidad silbando tentaciones en sus oídos, Psique urdió un plan en la penumbra y en la quietud de la noche, mientras su amado dormía con la placidez de un sueño eterno, acercó una lámpara de aceite, buscando la revelación de su rostro, la luz temblorosa danzó sobre facciones suaves, cabellos ondeados del color del sol naciente, mejillas teñidas de un rubor delicado y labios finos, promesa de secretos susurrados, pero una traicionera lágrima de aceite incandescente cayó sobre la mejilla de su amado, despertándolo de su ensueño con un sobresalto. Cupido, al sentirse descubierto, alzó sus alas y se elevó en la oscuridad, dejando a Psique sumida en la desolación de una noche sin estrellas.
Al regresar Cupido al Olimpo, la furia de Venus, cual tormenta divina, se desató al conocer la afrenta. Su cólera se abatió sobre su hijo desobediente y sobre la osada Psique, culpable de quemar la piel de su amado. Con paso firme, la diosa confrontó a la doncella, quien, con el corazón desgarrado por el remordimiento, imploró volver a ver a su amante, sintiendo el peso de la traición como una losa, pero Venus, implacable en su deseo de deshacerse de Psique, la sometió a pruebas imposibles, desafíos que ningún mortal podría superar, sin embargo, la gracia divina guió su camino, permitiéndole vencer cada obstáculo, pero la última encomienda, fue la más sombría y mortal de todas.
Un sombrío camino
Aquella postrera misión, sombría como la noche sin luna, exigía a Psique viajar hasta el reino de las sombras, morada de Proserpina, señora de la fertilidad y del silencio eterno, allí debía implorar una porción de su belleza inmarcesible, guardándola en una caja de ébano para ofrendarla a la implacable Venus. En su desesperación, Psique contempló el vacío desde la torre más alta, creyendo que la muerte era el único sendero hacia el Hades, pero un susurro tenue en el viento detuvo su pie vacilante, y cual amante invisible, una suave brisa guió sus pasos por senderos ocultos hacia la tierra de los muertos, le entregó un pan de cebada, tributo para Cerbero, el guardián de tres cabezas, y una moneda de plata brillante, óbolo para Caronte, el barquero espectral del río Estigia, aquel que separa el mundo de los vivos y los difuntos.
En el reino sombrío, Psique llegó a la mansión de Hades, donde Proserpina, de una belleza serena como el descanso final, la recibió conmovida, en sus manos depositó la caja oscura de Venus, y la diosa, conmovida, vertió en ella un fragmento de su etérea hermosura. Cerrada la caja, la devolvió a Psique.
En el camino de regreso, la curiosidad, vieja tentadora, zumbó en sus oídos y pensando que un toque de la belleza de Proserpina reavivaría la llama del amor de Cupido, abrió la caja fatal pero un sopor profundo la invadió, sellando sus ojos en un sueño eterno.
Cupido, que había seguido sus pasos en aquella odisea, voló a su lado, la envolvió en sus brazos y sus lágrimas, perlas divinas, humedecieron sus mejillas inertes. Con la mirada alzada hacia el firmamento estrellado, imploró:
– ¡Padre del Olimpo, Júpiter supremo, te lo ruego, devuelve el aliento vital a mi amada y permítenos unir nuestros destinos!
Júpiter, conmovido por la tragedia de aquel amor obstinado, transformó el alma mortal de Psique en esencia inmortal, permitiendo así su unión eterna con Cupido. De este abrazo divino nació Hedone, la personificación del placer.
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